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La luz llega tarde, pero se queda en la memoria.

Manizales no espera que mires el cielo. El cielo te busca, te agarra de la pechera y te mira a ti. El sol baja a paso lento, deshilachando la luz sobre los tejados, las montañas y el aire claro de la tarde. Una ciudad que no se impone, pero lo totaliza todo. Allí, en la ladera de la cordillera Central, en el Eje Cafetero colombiano, la luz se demora más de lo normal. Se abre como una grieta lenta entre las nubes. Lo que deja es un espectáculo: el atardecer como estado de ánimo.
Fue Pablo Neruda quien, tras visitarla en 1950, la llamó “una fábrica de atardeceres”. No exageraba. A más de 2.100 metros sobre el nivel del mar, en una geografía montañosa y compleja, Manizales tiene una relación directa con el cielo. Lo toca, lo interroga, lo estira. El clima es imprevisible: sol, lluvia, neblina y una claridad mineral que se despliega entre las cinco y las seis de la tarde con una intensidad melancólica. La vida en el trópico tiene implicaciones climatológicas, claro, también horarias. De un extremo del año al otro, la puesta y salida de sol solo varían 20 minutos. Nunca será de día a las siete de la tarde. Nunca no será de día a las ocho de la mañana.

Desde el mirador de Chipre —al oeste de la ciudad— se entiende todo: la luz dorada, las nubes bajas que rozan el suelo, el perfil ondulado del departamento de Caldas, y más allá, si hay suerte, la silueta nevada del Ruiz. En la plaza, las personas hacen fila para un café o simplemente se quedan quietas, sin apuro. Ver caer la tarde no es perder el tiempo. Es ganarlo.

Manizales es ciudad de universidades, de café, de arquitectura modernista, de acento suave y vida serena. Pero sobre todo es ciudad de atardeceres: lentos, íntimos, persistentes. En un mundo donde el sol suele ocultarse tras edificios iguales, aquí sigue bajando entre montañas. No te puedes cansar de mirarlo. Y el cielo baja hasta la calle. Este instante no se repite.
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